Pero Pedro y Juan respondieron diciéndoles: Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios, porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído. Hechos 4.19–20
Si nos tomáramos un instante para volver a leer el relato de la negación de Pedro, en Mateo 26, nos costaría, frente al texto de hoy, creer que se trata de la misma persona. Las circunstancias son prácticamente iguales; en ambos incidentes el apóstol fue confrontado y tuvo la oportunidad de confesar que era seguidor de Cristo. No obstante, en la primera escena vemos a un Pedro miedoso, atemorizado por las posibles consecuencias de la sencilla acción de abrir la boca y afirmar que era discípulo de Jesús. Más bien optó por la mentira, no solamente una vez, sino tres veces, negando, con la vehemencia de los que están acorralados, que alguna vez hubiera estado con el Maestro de Galilea. La transformación de Pedro, en la escena narrada en Hechos, es absoluta. Lejos de sentirse intimidado por las amenazas del Sanedrín, los confrontó con audacia y proclamó que no tenía intención, ni por un instante, de retomar el camino que tan apasionadamente abrazó en aquella ocasión: el silencio. ¿Cómo hemos de explicar un cambio tan radical en la persona del apóstol?
Creo que la respuesta la hallamos en ese dramático encuentro que tuvo con el Jesús resucitado, a orillas del mar de Galilea. Había bebido el trago amargo de las consecuencias de su negación. Una inconsolable tristeza y profunda desilusión se habían apoderado de su alma. Seguramente creyó que todos los sueños de ser parte del movimiento que había iniciado el Cristo estaban muertos. La profundidad de su caída, no obstante, preparó la tierra para su asombrosa recuperación después de la ascensión de Cristo. El encuentro que tuvo con Jesús desató todo el potencial que había en él, el cual había llevado al Padre a incluir al pescador en el grupo de los doce.
En este encuentro, el Señor dio a Pedro instrucciones precisas: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21.17). Es decir, que se dedicara a hacer el trabajo para el cual había sido llamado. Esta extraordinaria comisión nos resulta difícil de digerir porque estamos muy acostumbrados a evaluar a las personas en función de sus logros. Puedo decir, sin temor a errar, que en muchas congregaciones alguien que hubiera pasado por una experiencia similar a la de Pedro seguramente sería descartada del ministerio, probablemente en forma definitiva. Mas Cristo revela, en esta ocasión, una de las más grandes verdades del evangelio: nuestros fracasos no condicionan los proyectos de Dios. Lo que mantiene en pie el proyecto del Señor para nuestras vidas no es nuestra propia fidelidad, sino la fidelidad de Aquel que nos ha llamado. En una forma muy real Jesús le está diciendo al desilusionado discípulo: «¡Levántate! Yo sigo creyendo en ti».
Es solamente cuando descubrimos cuán extraordinariamente profunda es la gracia de Dios, que podemos alcanzar nuestro verdadero potencial en Cristo. Nadie parece entender mejor esto, que aquellos que han experimentado los más desgarradores fracasos. Por eso, muchas veces los más intrépidos miembros del cuerpo son los que han sido rescatados de las peores condiciones.
Para pensar:
«¡Es increíble cuán fuertes podemos tornarnos cuando comprendemos lo débiles que somos!» F. Fénelon.
Tomado del libro Alza tus ojos.
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